LA INMORTALIDAD
“Las cosas brillantes siempre salen de
repente, como la geometría de una flor” canta Gustavo Cerati en su último
disco, el que grabó antes de salir de gira para siempre. Y es así. Cuando uno menos lo espera, cuando uno
creía haber visto todo, aparece ese
instante mágico, único, irrepetible, que nos hace comprender y atrapar en un
segundo ese concepto que los filósofos durante miles de años no han podido
desentrañar: la idea de la inmortalidad. Yo lo sentí, aunque crean que estoy
loco. Yo sentí el viernes en el coliseo de la Avenida, que el alma se me
despegaba del cuerpo y alcanzaba el Olimpo de los dioses. La inmortalidad.
Les confieso que muchas veces claudiqué y me
sentí vencido. Pido perdón. Pero es humano. Es que uno tiene mil batallas sobre
el lomo. Si todavía me duele como una puñalada el penal de Chaparro en la
Bombonera y el vuelo estéril del flaco Passet, la tarde que nos fuimos al
descenso en el 88, esa tarde que nos creímos expulsados al infierno, sin saber
que en realidad era el primer peldaño de una escalera al cielo (grande
Zeppelin). Si todavía recuerdo como una estocada mortal aquella tarde en
Corrientes, cuando se decretó un nuevo descenso en el 92. Y más cerca en el
tiempo, aquella otra del último manotón
de ahogado ante Chicago, en el 2003, en nuestro estadio, en días aciagos donde
la inundación se llevó muchas cosas, entre ellas nuestros sueños.
Les confieso que muchas veces claudiqué y me
sentí vencido. Pido perdón. Pero es humano. Después del partido contra
Independiente dije: no voy más. La suerte está echada y el descenso consumado.
No vale la pena sufrir, amargarse. No voy más. Sigo pagando mi cuota de socio,
pero no voy. Así me descubrí un domingo de jardinero, sintiéndome viejo y
cansado, distante, con la radio bajita de fondo, como quien está de duelo,
rogando por algún puntito roñoso, un mísero empate. Otras veces me planté
frente a la TV y me dije: hoy es el día. Hoy rompemos la racha. Pero no. No hay caso. Muchas veces, desvelado, me
prendí en ácidas discusiones en este foro, tratando de buscar las causas, las
explicaciones para este presente tan inesperado. Y hasta divagamos sobre
proyectos tal vez irrealizables y soluciones de largo plazo.
Y llegó diciembre. Época de inevitables
balances, donde todos nos ponemos especialmente sensibles y nostálgicos. Y
muchas veces descubrimos, desolados, las ilusiones que se escapan, las cosas
que perdimos y las que nos hubieran gustado. Movido por vaya a saber qué
presagios (¿y si ganamos?, ¿y si hoy empieza el milagro y me lo perdí?) volví
contra Racing al “15 de abril”, con la frente marchita, llorando el desengaño,
como dice el tango. Quería reencontrarme con los viejos compañeros de tribuna.
Esos a los que les conocés la cara, les identificás el vozarrón, los sentís como
tus amigos de toda la vida. Y sin embargo, sabés muy poco de ellos. Pero no
importa. Lo único que vale es que comparten tu misma pasión, abrazan tu mismo
sentimiento y profesan tu misma religión.
Cuando pasó el primer tiempo, todos
coincidimos: la misma historia de los últimos partidos. Jugamos de igual a
igual frente a un buen equipo. Pero no ganamos. No ligamos. No podemos contra
esa racha maldita. Si a un marciano (¿les gustará el fútbol si existen?) o a
alguien que no conoce esta película, le mostrás un video de los primeros
tiempos de Unión con Ñuls, contra Vélez, contra Racing, jamás entendería cómo
nos sucede lo que nos sucede. Y arrancó el segundo tiempo, hasta que llegó el
suceso que motiva esta columna, el instante sublime, el momento mágico. El segundo
que te hace inmortal. El ritual que nos hace sentir a los hinchas tatengues
como “los hombres sensibles de Flores” de los que habla Dolina, en
contraposición a los “refutadores de leyendas”. El que nos equipara con los
cronopios de Cortázar y no con los aborrecibles famas. En ese instante en que
me sentí inmortal, lloré como la primera vez. Quise abrazarme con todos. Con
los que estaban, con los que ya no están. Con los que se fueron , con los que
volvieron. Con Sejo, con Qvuelvan, con Tatengue Porteño, con Mr. Filch, con
Joel, con Cari, con Jirafa y con la puta madre que lo parió. Yo pensé que lo de
aquella noche empapada de lluvia contra Independiente Rivadavia de Mendoza era
insuperable, irrepetible. Pero me equivoqué. Aquella vez fue el agua caída del
cielo la que no pudo apagar tanto fuego, tanta pasión. Esta vez fue al
revés: se nos viene el agua, se nos
hunde la canoa, pero el fuego sagrado (y el de las bengalas) tapó la triste
realidad y nos hizo olvidar la maldita racha, el macabro presente.
Primero fue una bengala, después otra y otra y
otra… Primero fue el sector de la Bomba, luego el codo, después la Cándido
Pujato, hasta llegar a las plateas. Cientos de bengalas, cañitas voladoras…
miles de gargantas y gritos pelados volando al viento. Qué mierda importa si
son 6 puntos, o 7, o 9. Qué carajo importa en ese momento si fallaron los
refuerzos, si Kudelka esto, si Spahn lo otro, si Nery si, si Nery no. Después,
en frío, vendrá el momento del análisis. Pero la noticia debería recorrer el
mundo entero señores. ¡Paren las rotativas! Un partido de fútbol donde jugaba
un equipo que hace más de 20 fechas que no gana y se está yendo vergonzosamente
al descenso, debió ser suspendido. ¿Qué pasó? ¿Incidentes? ¿Protestas?
¿Pedradas? Nada de eso. Se suspendió por exceso de algarabía. Por desborde de
pasión. Por borrachera de entusiasmo. Me acordé en ese instante sublime de la
columna “El viejo” de ese hermano del alma al que ni siquiera conozco, que se
hace llamar Qvuelvan. Es cierto, somos distintos. Nunca lo entenderán.
Inclusive, tal vez, tampoco lo entiendan algunos de los nuestros, que saltarán
con el dedo acusador diciendo “somos las focas que aplauden”. No lo entenderán
como los “refutadores de leyendas” no entienden a “los hombres sensibles de
Flores” en las Crónicas del Ángel Gris de Alejandro Dolina. No lo entenderán
como los famas no entienden a los cronopios en los relatos de Julio Cortázar.
Alguna vez traté de explicar a mis amigos esta
teoría. El escritor checo Milan Kundera dice que la felicidad es el deseo de
repetir. Y que por lo tanto estamos condenados a ser infelices, porque la
historia jamás se repite y el tiempo no vuelve atrás. Desde la infancia nos
acostumbramos a las pérdidas. “Viejos amores que no están” (Gracias Gieco), la
inocencia que poco a poco nos abandona, el mundo adulto que te obliga a
endurecer el corazón, a pelear como un león en la selva, en medio de miserias,
hipocresía, calamidades. Hay reliquias de la infancia que ya no encontrás: tu
vieja caja de figuritas, un frasco con bolitas, un autito hecho con rulemanes,
un trompo de madera, un barrilete con papel de diario. En el fondo, todos
buscamos a aquel niño que alguna vez fuimos y que se extravió en algún
lugar. Y ese niño, de vez en cuando se
asoma, vuelve. Como ocurrió con los duendes que se echaron a rodar en la noche
inolvidable del viernes en el “15 de abril”, en esos minutos en los que el
árbitro paró el partido. Fue un instante mágico, un flash, unos minutos, unos
segundos. “El cronómetro de Dios puso el tiempo en suspensión” (de nuevo,
gracias Cerati). ¡Qué máquina de Dios ni que ocho cuartos! El grito de guerra,
casi tribal, retumbó en todo el estadio y en gran parte de Santa Fe y se
expandió por todos los confines, para sorpresa de todos: “Y ya lo ve… y ya lo
ve… esto es UNIÓN DE SANTA FE”… Como diría Víctor Hugo Morales: “Gracias Dios,
por el fútbol, por estas lágrimas”. Y ya nada importa. No importa nada. El niño
Pisteka (y vos también) se durmió feliz, envuelto en su camiseta rojiblanca. Y
el año que viene, y el otro, y el otro, hasta que la muerte nos separe, en la
A, en la B, en la C o en la Z… “con vos, siempre estaré, querido UNIÓN DE SANTA
FE”. Felices fiestas para todos los hermanos tatengues.
Los quiere mucho,
Pisteka