viernes, 28 de diciembre de 2012





Ultima columna del año de QVUELVAN... genial!

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domingo, 9 de diciembre de 2012


LA INMORTALIDAD

“Las cosas brillantes siempre salen de repente, como la geometría de una flor” canta Gustavo Cerati en su último disco, el que grabó antes de salir de gira para siempre.  Y es así. Cuando uno menos lo espera, cuando uno creía haber  visto todo, aparece ese instante mágico, único, irrepetible, que nos hace comprender y atrapar en un segundo ese concepto que los filósofos durante miles de años no han podido desentrañar: la idea de la inmortalidad. Yo lo sentí, aunque crean que estoy loco. Yo sentí el viernes en el coliseo de la Avenida, que el alma se me despegaba del cuerpo y alcanzaba el Olimpo de los dioses. La inmortalidad.
Les confieso que muchas veces claudiqué y me sentí vencido. Pido perdón. Pero es humano. Es que uno tiene mil batallas sobre el lomo. Si todavía me duele como una puñalada el penal de Chaparro en la Bombonera y el vuelo estéril del flaco Passet, la tarde que nos fuimos al descenso en el 88, esa tarde que nos creímos expulsados al infierno, sin saber que en realidad era el primer peldaño de una escalera al cielo (grande Zeppelin). Si todavía recuerdo como una estocada mortal aquella tarde en Corrientes, cuando se decretó un nuevo descenso en el 92. Y más cerca en el tiempo,  aquella otra del último manotón de ahogado ante Chicago, en el 2003, en nuestro estadio, en días aciagos donde la inundación se llevó muchas cosas, entre ellas nuestros sueños.
Les confieso que muchas veces claudiqué y me sentí vencido. Pido perdón. Pero es humano. Después del partido contra Independiente dije: no voy más. La suerte está echada y el descenso consumado. No vale la pena sufrir, amargarse. No voy más. Sigo pagando mi cuota de socio, pero no voy. Así me descubrí un domingo de jardinero, sintiéndome viejo y cansado, distante, con la radio bajita de fondo, como quien está de duelo, rogando por algún puntito roñoso, un mísero empate. Otras veces me planté frente a la TV y me dije: hoy es el día. Hoy rompemos la racha. Pero no.  No hay caso. Muchas veces, desvelado, me prendí en ácidas discusiones en este foro, tratando de buscar las causas, las explicaciones para este presente tan inesperado. Y hasta divagamos sobre proyectos tal vez irrealizables y soluciones de largo plazo.
Y llegó diciembre. Época de inevitables balances, donde todos nos ponemos especialmente sensibles y nostálgicos. Y muchas veces descubrimos, desolados, las ilusiones que se escapan, las cosas que perdimos y las que nos hubieran gustado. Movido por vaya a saber qué presagios (¿y si ganamos?, ¿y si hoy empieza el milagro y me lo perdí?) volví contra Racing al “15 de abril”, con la frente marchita, llorando el desengaño, como dice el tango. Quería reencontrarme con los viejos compañeros de tribuna. Esos a los que les conocés la cara, les identificás el vozarrón, los sentís como tus amigos de toda la vida. Y sin embargo, sabés muy poco de ellos. Pero no importa. Lo único que vale es que comparten tu misma pasión, abrazan tu mismo sentimiento y profesan tu misma religión.
Cuando pasó el primer tiempo, todos coincidimos: la misma historia de los últimos partidos. Jugamos de igual a igual frente a un buen equipo. Pero no ganamos. No ligamos. No podemos contra esa racha maldita. Si a un marciano (¿les gustará el fútbol si existen?) o a alguien que no conoce esta película, le mostrás un video de los primeros tiempos de Unión con Ñuls, contra Vélez, contra Racing, jamás entendería cómo nos sucede lo que nos sucede. Y arrancó el segundo tiempo, hasta que llegó el suceso que motiva esta columna, el instante sublime, el momento mágico. El segundo que te hace inmortal. El ritual que nos hace sentir a los hinchas tatengues como “los hombres sensibles de Flores” de los que habla Dolina, en contraposición a los “refutadores de leyendas”. El que nos equipara con los cronopios de Cortázar y no con los aborrecibles famas. En ese instante en que me sentí inmortal, lloré como la primera vez. Quise abrazarme con todos. Con los que estaban, con los que ya no están. Con los que se fueron , con los que volvieron. Con Sejo, con Qvuelvan, con Tatengue Porteño, con Mr. Filch, con Joel, con Cari, con Jirafa y con la puta madre que lo parió. Yo pensé que lo de aquella noche empapada de lluvia contra Independiente Rivadavia de Mendoza era insuperable, irrepetible. Pero me equivoqué. Aquella vez fue el agua caída del cielo la que no pudo apagar tanto fuego, tanta pasión. Esta vez fue al revés:  se nos viene el agua, se nos hunde la canoa, pero el fuego sagrado (y el de las bengalas) tapó la triste realidad y nos hizo olvidar la maldita racha, el macabro presente.
Primero fue una bengala, después otra y otra y otra… Primero fue el sector de la Bomba, luego el codo, después la Cándido Pujato, hasta llegar a las plateas. Cientos de bengalas, cañitas voladoras… miles de gargantas y gritos pelados volando al viento. Qué mierda importa si son 6 puntos, o 7, o 9. Qué carajo importa en ese momento si fallaron los refuerzos, si Kudelka esto, si Spahn lo otro, si Nery si, si Nery no. Después, en frío, vendrá el momento del análisis. Pero la noticia debería recorrer el mundo entero señores. ¡Paren las rotativas! Un partido de fútbol donde jugaba un equipo que hace más de 20 fechas que no gana y se está yendo vergonzosamente al descenso, debió ser suspendido. ¿Qué pasó? ¿Incidentes? ¿Protestas? ¿Pedradas? Nada de eso. Se suspendió por exceso de algarabía. Por desborde de pasión. Por borrachera de entusiasmo. Me acordé en ese instante sublime de la columna “El viejo” de ese hermano del alma al que ni siquiera conozco, que se hace llamar Qvuelvan. Es cierto, somos distintos. Nunca lo entenderán. Inclusive, tal vez, tampoco lo entiendan algunos de los nuestros, que saltarán con el dedo acusador diciendo “somos las focas que aplauden”. No lo entenderán como los “refutadores de leyendas” no entienden a “los hombres sensibles de Flores” en las Crónicas del Ángel Gris de Alejandro Dolina. No lo entenderán como los famas no entienden a los cronopios en los relatos de Julio Cortázar.
Alguna vez traté de explicar a mis amigos esta teoría. El escritor checo Milan Kundera dice que la felicidad es el deseo de repetir. Y que por lo tanto estamos condenados a ser infelices, porque la historia jamás se repite y el tiempo no vuelve atrás. Desde la infancia nos acostumbramos a las pérdidas. “Viejos amores que no están” (Gracias Gieco), la inocencia que poco a poco nos abandona, el mundo adulto que te obliga a endurecer el corazón, a pelear como un león en la selva, en medio de miserias, hipocresía, calamidades. Hay reliquias de la infancia que ya no encontrás: tu vieja caja de figuritas, un frasco con bolitas, un autito hecho con rulemanes, un trompo de madera, un barrilete con papel de diario. En el fondo, todos buscamos a aquel niño que alguna vez fuimos y que se extravió en algún lugar.  Y ese niño, de vez en cuando se asoma, vuelve. Como ocurrió con los duendes que se echaron a rodar en la noche inolvidable del viernes en el “15 de abril”, en esos minutos en los que el árbitro paró el partido. Fue un instante mágico, un flash, unos minutos, unos segundos. “El cronómetro de Dios puso el tiempo en suspensión” (de nuevo, gracias Cerati). ¡Qué máquina de Dios ni que ocho cuartos! El grito de guerra, casi tribal, retumbó en todo el estadio y en gran parte de Santa Fe y se expandió por todos los confines, para sorpresa de todos: “Y ya lo ve… y ya lo ve… esto es UNIÓN DE SANTA FE”… Como diría Víctor Hugo Morales: “Gracias Dios, por el fútbol, por estas lágrimas”. Y ya nada importa. No importa nada. El niño Pisteka (y vos también) se durmió feliz, envuelto en su camiseta rojiblanca. Y el año que viene, y el otro, y el otro, hasta que la muerte nos separe, en la A, en la B, en la C o en la Z… “con vos, siempre estaré, querido UNIÓN DE SANTA FE”. Felices fiestas para todos los hermanos tatengues.

                                                                      Los quiere mucho, Pisteka